lunes, 11 de noviembre de 2013

"El hombre hembra" (1970), Joanna Russ.

"Amo mi cuerpo tiernamente, y, sin embargo, copularía con un rinoceronte si así pudiera dejar de ser mujer"

"Soy un poste telegráfico, un marciano, un par­terre de rosas, un árbol, una lámpara de pie, una cámara, un espantapájaros. No soy una mujer.

Bueno, no es culpa de nadie, ya lo sé (esto es lo que se supone que debería pensar). Conozco y apruebo plenamente y acato y admiro y obedezco absolutamente la doctrina de No Es Culpa De Na­die, la doctrina del Cambio Gradual, la doctrina de las Mujeres Tienen Más Capacidad De Amar Que Los Hombres, y por lo tanto, debemos ser santas (¿santas guerreras?), la doctrina de Es Un Problema Personal."

"¿De verdad queréis correr riesgos? Inocularos la peste bubónica. ¡Qué estupi­dez! Cuando ese sol intelectual se levanta, el césped puro se alarga bajo la montaña de cristal; bajo esa pura luz intelectual no hay ya ni pigmento material ni verdadera sombra. ¿Qué valor tiene el ego en­tonces?
Me contáis que los sapos encantados se convier­ten en príncipes, que las ranas, bajo un encantamien­to, se vuelven princesas. ¿Y eso qué? El roman­ticismo es malo para la mente. Os contaré una his­toria sobre la Vieja Filósofa Whileawayana; es un personaje de leyenda entre nosotras, graciosa de un modo raro, lo que nosotras llamamos «cosquillosa». La Vieja Filósofa Whileawayana estaba sentada con las piernas dobladas rodeada de sus discípulas (como siempre) cuando, sin la menor explicación, se intro­dujo los dedos en la vagina, los sacó, y preguntó: "¿Qué tengo aquí?"
Todas las discípulas reflexionaron profunda­mente.
—La vida —dijo una joven.
—El poder —dijo otra.
—Las labores domésticas —dijo una tercera.
—El paso del tiempo —dijo la cuarta— y la trá­gica «reversibilidad de la verdad orgánica.
La Vieja Filósofa lanzó una carcajada. Le diver­tía enormemente esta pasión por fabricar mitos.
—Ejercitad vuestra imaginación proyectiva con gente que no pueda responderos —dijo.
Y abriendo la mano, les mostró que sus dedos estaban perfectamente limpios de sangre, en parte porque ella tenía ciento tres años y hacía mucho tiempo que había pasado la menopausia, y en parte porque había muerto esa mañana. Entonces golpeó fuertemente a sus discípulas en la cabeza y en los hombros con su muleta, y se esfumó. Instantánea­mente dos de las discípulas alcanzaron la Revela­ción, la tercera se enfureció violentamente por la impostura y se marchó a las montañas a vivir como una ermitaña, mientras que la cuarta —totalmente desilusionada de la filosofía, y concluyendo que era un juego de locos— dejó de filosofar para siempre y se dedicó al dragado de puertos. No se sabe qué fue del fantasma de la Vieja Filósofa. Pero la mora­leja de esta historia es que todas las imágenes, idea­les, figuras y representaciones fantásticas tienden a desvanecerse más pronto o más tarde, a menos que tengan la gran suerte de ser exudadas desde dentro, como las secreciones humanas o la pelusilla de las uvas. Y si crees que la pelusilla de las uvas es ro­mánticamente hermosa, deberías saber que en reali­dad se trata de una película de parásitos fermenta­rlos ensañándose con la fruta y devorando su azú­car, lo mismo que la piel humana (examinada con muchos aumentos, lo reconozco) resulta ser iridis­cente por la multitud de plantillas, los enjambres de bichitos, y toda la escoria que dejan sus cadáve­res. Y de acuerdo con los conceptos whileawayanos de lo correcto, así es como debe ser y es motivo de infinito regocijo.
Después de todo, ¿por qué denigrar a los sapos? Los príncipes y princesas son imbéciles. En vuestros cuentos no hacen nada interesante. Ni siquiera son reales. Según vuestros libros de historia superasteis la etapa de organización feudal en Europa ya hace algún tiempo. Los sapos, en cambio, están cubiertos de mucosidad, que ellos encuentran deliciosa; su­fren agonías de apasionado deseo durante las cuales se abrazan a un palo, a un dedo, si no encuentran nada mejor, y experimentan raptos de gozo metarísico (de naturaleza sápíca, por supuesto) que sé manifiestan abiertamente en sus bellos ojos crisoberilianos.
¿Cuántos príncipes o princesas pueden decir otro tanto?
Joanna, Jeannine y Janet. Qué fiesta de Jotas. Al­guien está coleccionando Jotas.
Estábamos en otro sitio. Quiero decir que ya no estábamos en la cocina. Janet seguía vestida con el pantalón y el suéter, yo, con mi albornoz, y Jeanni­ne, con su pijama. Jeannine llevaba en la mano una taza de cacao medio vacía con una cuchara metida dentro.
Pero estábamos en otro sitio."


Una novela ABSOLUTAMENTE FASCINANTE.


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