Autor: Lucas
Los domingos son una mierda. Son ese día en el que te levantas con el cuerpo hecho trizas porque anoche te la pasaste bailando hasta la extenuación y hoy las piernas no te llevan ni al sofá. O porque te pillaste una melopea increíble con tus compas y al levantarte la cabeza te da vueltas y solo puedes pensar en mantenerte en posición horizontal. O es una combinación de las dos y no hay forma de articular movimiento que no duela. O puede que simplemente el sábado no hicieses nada especial y te levantas en un día muermo en el que no hay planes y ya te empiezas a aburrir.
Ése es el día perfecto para que alguien te invite a comer, porque a ti no te apetece un cagao ponerte a cocinar, ni rebuscar en la nevera algo que pueda alimentarte. O para que te mimen toda la mañana en la cama, en el sofá viendo una peli, hacer unas palomitas y que pasen las horas aunque te estés tragando un bodrio en la pantalla. Esos típicos planes de domingo, ¿no? Y es que el domingo acaba siendo el día de la reproducción social de la familia y la pareja. Porque ante el panorama horrible de tener que entrar a la cocina suele estar la alternativa de la invitación a comer en casa de tu madre, o de tu abuela (que hace unas croquetas que flipas), o es tu pareja quien te propone que os deis un lujo y bajéis a comer algo; o pedimos a casa. O, si tienes suerte, hasta puedes combinarlo y, ante la perrería mutua, ir a comer a casa de sus padres.
Cosas todas ellas maravillosas cuando tienes pareja y/o a tu familia cerca, pero que te crean un abismo cuando no. Porque de repente ese día todo el mundo desaparece de la faz de la tierra: tus colegas con pareja se quedan en casa o hacen plan con sus padres, tus compas de piso se van a comer con su familia, y tú te quedas en casa con tu perra tumbada en el sofá a tu lado mientras intentas encontrar un maldito enlace que te deje ver online una película medio decente (plan maravilloso cuando lo elijes, pero que psé cuando todo el mundo está out). Y es lógico. Al final el domingo es el día en el que no solemos tener que ir a trabajar, ni a clase, ni llevar a l*s peques al cole, y podemos dedicarnos un rato con nuestra pareja, ir a pasar el día con tu madre o visitar a tu abuela. ¿A quién no le gusta eso? La cuestión es cómo un día de la semana pone de relieve la forma en la que estructuramos nuestras relaciones. Podríamos perfectamente, y de hecho bastantes lo hagamos, aprovechar ese día libre para salir al monte con amig*s, organizar una comida en casa con colegas, dedicarlo a cuidar la relación con algún/a compa más afín, o reservárnoslo para nosotr*s mism*s. Pero éstas suelen ser cosas secundarias que hacemos de vez en cuando, no actividades que consideramos igual de importantes y a las que le dedicamos un espacio concreto en nuestras rutinas. Suele ser una mezcla entre elección y presión social: ¿cómo le digo a mi madre que hoy, que es el único día de la semana que puedo estar un rato con ella, no voy a ir a comer? ¿cómo le digo a mi pareja, que me reclama que pasemos más tiempo junt*s, que hoy prefiero pasar el día con mis compas?
Y luego, cuando planteas estas cosas a tu entorno, te dicen que no es para tanto, que en el fondo no es tan extremo (“recuerda que hace tres meses estuviste comiendo en casa el domingo”,”que no es tan así, eso nos lo tenemos ya muy currado”,...). Así que yo, por puro pragmatismo, ya he encontrado una solución: me he comprado una peineta para los domingos con la que me paseo con cara de asco por la casa. Porque es así: odio los domingos.
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